Una extensa alfombra amarilla de hojas secas cubría el pasto. Los primeros días de otoño había llegado con un frío inusual. Pero ese día había un solcito que calentaba los huesos. Como todos los finales de mes, Franco caminó hacia la escalera trasera del comedor y se sentó ocupando la longitud de un escalón con sus piernas. Sacó del bolsillo el turrón de maní que sería su almuerzo, comenzando a sacarle el envoltorio lentamente. Abrió el nuevo libro que había retirado de la biblioteca para disponerse a leerlo. Estaba ocupado revisando el índice cuando escuchó la puerta del comedor abrirse. Thiago, el ayudante de cocina. Aproximadamente a esa hora tomaba su descanso y salía a fumar un cigarrillo a la baranda que rodeaba el comedor. Sólo intercambiaban un saludo escueto y cada cual seguía en lo suyo, sin molestarse. Luego del breve diálogo que habían mantenido en la parada de colectivos, sólo habían intercambiado saludos, o algún comentario sobre el clima.


Comparado con el día anterior, este era la contraposición. El cielo colmado de grises nubarrones prometía lluvias al anochecer, según el servicio meteorológico. Franco aseguró su campera y se sentó con las piernas apretadas contra su cuerpo, para conservar el calor. Abrió el libro que había comenzado a leer el día anterior, sólo le quedaban unos pocos capítulos para terminarlo.
Como los mediodías anteriores, escuchó la puerta abrirse, asomando Thiago para disfrutar sus escasos minutos de descanso. Lo observó sacarse el pañuelo de su cabeza con un gesto cansino y guardarlo en el bolsillo de su delantal negro, extender sus brazos hacia arriba y estirarse. Como era costumbre, intercambiaron un simple saludo, quedando en silencio, compartiendo el espacio. Retomó la lectura de su libro mientras masticaba lentamente un pedacito de turrón.
Thiago giró la rueda del encendedor, sintiendo el calor del el fuego calentar su mano mientras prendía el cigarrillo. Lo miró fijamente, otro turrón. Estaba demasiado cansado para enroscarse, pero ya no aguantaba más semejante acto contra la gastronomía. “Disculpame”, dijo apoyando los antebrazos en la parte alta de la escalera, “¿Eso es lo único que vas a almorzar?”
Franco lo miró sorprendido. Su voz sonaba grave, como la de un maestro a punto de reprender a un alumno. “Ehmmm... Sí... No me da el presupuesto para más... de acá hasta que cobre la beca el mes que viene”, se excusó como pidiendo perdón.
Thiago arqueó las cejas, sacó el celular del bolsillo para mirar bien la fecha. Con todo lo ocupado que estaba las últimas semanas y el poco descanso que podía tomar, había perdido el rastro de los días transcurridos. “Hoy es veintidós, ¿vas a comer un turrón por los próximos nueve días?”, le dijo sonriendo sarcásticamente.
Alternó la vista entre el libro que tenía sobre sus rodillas y el turrón. “No me quedan muchas opciones, luego de pagar impuestos me gasté la plata de la beca en fotocopias de libros que necesito... Bueno, no necesito todos los libros probablemente, pero me gusta leerlos para entender mejor el tema...”, volvió a mirarlo. Apoyado en la parte alta de la escalera, con algunos mechones su cabello castaño oscuro cayendo sobre su frente. “Y bueno, ahora me quedaron como... cincuenta pesos para comprar turrones hasta fin de mes... O hasta que cobre la beca...”, dijo haciendo ademanes con el turrón.
Largó una bocanada de humo, achicando los párpados para que no le entrara en los ojos. “¿Por lo menos cenás una comida decente?”, preguntó Thiago, su tono sonaba algo preocupado.
Franco sonrió levemente avergonzado, “Depende a que le llamés comida decente, ¿el mate cuenta como cena?”.
Thiago pegó una larga pitada a su cigarrillo y arrojó la colilla empujándola con dos dedos. “Esperame acá”, dio media vuelta y desapareció por la puerta de la cocina.
Franco miró el turrón y le pegó otro mordisco. No era que fuera especialmente fanático de esa golosina, sólo es que era lo más barato que vendían en el kiosco y saciaba el hambre.

Volvió a salir por la puerta, observando al estudiante en las escaleras. Realmente era como un perro muerto de hambre, mirándolo con ojos vidriosos por la concentración con la que estaba leyendo ese libro. Bajó las escaleras hasta estar al lado de él y le extendió la bandeja con un juego de cubiertos de plástico.
Abrió los ojos gigantes. Comida. “¿Para mi?”, no podía salir de su asombro. Había pasado mucho tiempo desde la última vez que alguien había tenido un gesto desinteresado para con él. Ante el asentimiento, Franco tomó la bandeja y comenzó a comer. No le importaba que el pollo estuviera frío, estaba completamente delicioso.
Encendió otro cigarrillo, atisbando de reojo como devoraba la comida sin desperdiciar ni un pequeño trozo de pollo o ensalada. Con la proximidad podía percibir que estaba aún mas delgado de lo que pensaba, el cuello de la camisa y los pantalones se holgaban de forma graciosa, marcando que el tamaño original de su cuerpo debía ser varias tallas más grande. Sin embargo, por su presencia y su manera de hablar, podía darse cuenta que era de familia adinerada, lo cual lo intrigaba aún más. “¿Cuándo fue la última vez que comiste? Comida de verdad, no un turrón”
Miró hacia arriba, intentando recordar sin parar de masticar. “¿La semana pasada? No. El sábado a la noche comí pizza en la casa de mi novia”, recordó Franco.
Thiago lo miró arqueando las cejas, “Hoy es jueves. ¿Sobreviviste a mate y turrones desde el sábado?”, comentó.
Franco siguió masticando mientras asentía. Sonaba patético, era consciente. “Y estudiando... sino no puedo mantener las notas para la beca... sin beca no puedo seguir estudiando... y así entro en un círculo vicioso de dependencias...”, dijo haciendo círculos en el aire con el tenedor.
“En el círculo tendrías que incluir comida, sino no podés estudiar, no hay cabeza que rinda así”, ambos rieron. Thiago sacó su celular del bolsillo. El descanso había acabado, debía terminar pronto con sus tareas para no llegar tarde a su siguiente trabajo. Se incorporó y le dedicó una mirada a la bandeja plástica, casi vacía, y al comensal sentado en las escaleras. “Si mañana venís a esta hora, te traigo otra de estas bandejas”, le dijo mientras subía las escaleras.

Las nubes cubrían el cielo y soplaba un viento helado. Franco se abrazo a sí mismo mientras se sentaba en las escaleras. Ojalá no se largara a llover. La puerta trasera del comedor se abrió como cada día y Thiago salió por ella con la bandeja plástica. Le sonrió mientras bajaba las escaleras, entregándole la comida. Habían pasado nueve días desde la primera vez que había empezado a comer las sobras del almuerzo, eso realmente le había salvado la vida. En esos breves cinco minutos que compartían, había aprendido que el nombre completo del ayudante de cocina era Thiago Santos, hijo de brasileros, nacido en Rosario, veintiséis años. Notablemente educado y flexible en sus opiniones, versado en temas cotidianos de política y economía argentina, que daban tema de conversación para rato, como también en cultura general. Tenía dos trabajos para poder sobrevivir y pagarse los estudios de chef, uno en un restaurante como ayudante segundo de cocina, otro como barman de un boliche. Aún así no había podido armar un perfil completo, había ciertas cuestiones de las que no hablaba, usualmente cambiaba el tema de conversación hacia algo totalmente desconectado. Prefirió no comentarle que conocía la índole del boliche, ni todo el parloteo que había escuchado por parte de su novia y compañeros, le parecía innecesario.
Thiago se sentó a su lado prendiendo un cigarrillo. Siempre fumaba uno o dos durante el descanso mientras miraba como empezaba a comer la comida que le había llevado. “Ehmmm... Hoy es mi último día de pasantía”, le dijo mientras exhalaba una bocanada.
Franco lo miró. Y miró la bandeja. Era el fin de la comida gratis. Aún peor, se acababa ese momento que compartía con Thiago. Se había apegado a él, demasiado quizás, disfrutaba de las breves charlas que tenían sentados en esos fríos escalones de hierro, incluso más que las charlas vacías con sus compañeros de los cuales no podía depender realmente, ni considerarlos amigos. Volvió a mirarlo a esos ojos turquesa que resaltaban sobre su piel trigueña, sus rasgos suavemente aindiados, con pómulos altos y mandíbula marcada. Sus ojos debían denotar cierta tristeza, pero las palabras no salían de su boca.
Lo miró de reojo. Parecía un cachorro que estaban abandonando a mitad de la carretera. Se pasó la mano por la cabeza, acomodando los mechones lacios de su flequillo, “¿Vos por dónde vivís?”.
Franco le dio los datos de su departamento, indicando entre que calles se encontraba, la plaza que se encontraba en la esquina, la avenida cercana.
Thiago asintió, ubicaba aproximadamente el lugar. “Ya sé donde es, me queda de pasada entre el restaurante y mi casa”, le comentó. Se quedó pensativo un momento, mientras fumaba mirando en otra dirección. Había empezado a notar una mejoría en el semblante de Franco, pero si volvía a quedarse sin dinero, iba a volver a alimentarse de turrones, lo cual le daba asco de sólo pensarlo. “Mirá. Siempre que termino de trabajar, me llevo comida que queda en el restaurante para cenar en casa”, arrancó, rascándose la cabeza. Sabía que no era apropiado lo que estaba a punto de ofrecer, pero sus principios no le permitían desentenderse de esa persona, abandonándola para que desfalleciera de hambre. “Si te parece, puedo pasar y te dejo una porción cuando voy camino para casa... Bueno, menos el día que me toca descanso... Sin compromiso...”.
Giró la cabeza abruptamente, mirándolo como quien mira a un ángel milagroso que lo está salvando de la inanición. “¿En serio?... Quiero decir, ¿no te molesta? Me parece mucho, ya me ayudaste un montón todos estos días y...”, empezó a balbucear. No sabía si era buena idea o no, pero más allá de la comida, quizás podía llegar a deducir el rompecabezas que representaba ese moreno.
Lo interrumpió. “Si no querés no hay problema, yo sólo... no puedo ver que alguien se esté matando de hambre mientras en el lugar donde trabajo se tira comida todos los días, pero si te molesta...”
“No, no, no... Yo por vos, que tengas que pasar todos los días, además salís tarde, ¿no? Y los fines de semana después tenés que ir al boliche a seguir laburando, no quiero abusar de tu confianza...”, balbuceó Franco. El ofrecimiento lo había dejado desubicado. Aceptar o no aceptar, esa era la cuestión.
“Salgo a las once de la noche, los fines de semana entro pasada la medianoche al boliche”, empezó Thiago, calculaba los tiempos y las distancias, “Creo que tu casa me queda más cerca del boliche que la mía, así que puedo ir directo... No sé, como quieras, no te quiero poner en un compromiso”
Franco devolvió la mirada determinado, antes que se arrepintiera y terminara retirando la oferta, aceptó. Intercambiaron números de celular, dándole la dirección exacta del departamento, piso y número.

Concentrado, había estado estudiando toda la tarde, resumiendo y escribiendo. Se estiró en la silla mientras miraba el reloj. Las once de la noche. Se incorporó y miró por la ventana. La ciudad tan movida como siempre, podía ver los autos y taxis pasando a toda velocidad por la avenida que se encontraba a una cuadra. El timbre lo sacó del letargo, caminó ligero hasta el intercomunicador y abrió tras verificar quien era. Realmente había cumplido su ofrecimiento de traerle comida. Su estómago pareció reaccionar ante el pensamiento emitiendo un fuerte gruñido.
Thiago lo miró sorprendido por la rapidez con que había abierto la puerta, casi ni había llegado a tocar el timbre del pasillo.
“Pasá, pasá”, dijo Franco, abriendo ampliamente la puerta e invitándolo con la mano.
El departamento apestaba un poco a encierro, había hojas y libros apilados por todos lados, en el sillón, en la mesa ratona, en la mesada que dividía el living-comedor de la cocina. Una estantería atiborrada de carpetas y más libros de los cuales se desprendían hojas mal dobladas completaba la decoración. Bajó la mochila de su hombro, apoyándola contra el suelo, mientras se encorvaba rebuscando dentro de ella hasta localizar la bolsa de papel, “¿Estabas estudiando?”
“Y si, para no perder la costumbre”, Franco sonreía cansado, intentando aflojar la tensión de su cuerpo estiró sus brazos hacia arriba, la remera se le levantó dejando ver la parte baja de su abdomen hasta el ombligo.
Con su espalda arqueada, apartó la vista rápidamente de la zona, estirando la mano para alcanzarle la bolsa con la comida. “Está muy bien. Tomá, son sorrentinos de jamón y queso, todavía deben estar calientes”.
Franco abrió la bolsa, el olor a la salsa impactó directamente en sus papilas gustativas, provocando que una oleada de saliva inundara su boca. “¡Puf, huele riquísimo!”, alabó observando como Thiago se calzaba la mochila y empezaba a caminar nuevamente hacia la puerta. “¿No te quedás a comer? Total antes de comer sólo en tu casa, quedate a comer acá”, indicó señalando hacia el caos que era su mesa que hacía al mismo tiempo de escritorio.
Thiago lo miró desconcertado. Era verdad que también tenía su comida en la mochila, y que iba a comer solo, pero...
Pudo ver la indecisión marcada en su rostro, así que terminó de convencerlo, “Además, se te va a enfriar la comida hasta que llegues a tu casa”.
Con eso estuvo de acuerdo. Volvió a descolgar la mochila de sus hombros mientras Franco iba evidentemente contento a la cocina a buscar platos y cubiertos. Los llevó hasta la mesa, y previo correr algunos papeles a un costado, los acomodó en el poco espacio libre que quedaba.
“Permiso”, dijo Thiago sentándose en una de las sillas libres.
“Sí, sentate”, Franco se sentó en la cabecera y sacó de la bolsa la bandeja plástica, envuelta apropiadamente en papel film, donde los sorrentinos estaban prolijamente acomodados. Sonriendo, miró a Thiago desenvolver su bandeja de comida. “Esta bandeja la armaste vos”
“Ehmmm, sí... ¿Quién la va a armar sino?”, dijo sonriendo, deteniéndose con mirada sospechosa. Esa frase había sonado como una afirmación. “¿A qué viene la pregunta?”
“Todos los sorrentinos están acomodados mirando para arriba y distribuidos de forma pareja, la bandeja está bien envuelta para que no se doble así no se vuelca la salsa, con film doble para que no pierda el calor”, dijo Franco mientras terminaba de sacarle el papel film.
Thiago observó su bandeja. Era verdad. Le devolvió la mirada intrigado.
Franco le dedicó una sonrisa bien amplia, “Eso indica que sos un obsesionado de los detalles y muy prolijo en tu trabajo”.
“¿Todo eso lo dedujiste por una bandeja con sorrentinos?”, dijo Thiago arqueando las cejas descreído.
“Por eso y por todas las bandejas con comida que me has dado hasta ahora”, dijo Franco mientras volcaba los sorrentinos en el plato sólo para cumplir con la etiqueta. De otra manera comería directamente de la bandeja, sin necesidad de ensuciar platos.

Franco lo miró mientras masticaba. “No tengo amigos... por lo menos acá, en Pinamar sí”
Asintió con la cabeza. Cierto, se lo había mencionado en una de sus charlas de escalera. Franco Scarminacci, estudiante del último año de Psicología, nacido en Pinamar, celular y dirección, era lo único que sabía de esa persona. Y que tenía unos impresionantes ojos marrones que expresaban todo lo que pasaba por su cabeza. “¿Y esos flacos con los que te solés juntar? ¿No son tus amigos?”, preguntó Thiago.
Franco se detuvo un momento a pensar, “Mmmh, yo no los consideraría amigos. Compañeros quizás”, pinchó un sorrentino y se lo mandó entero a la boca.
Era comprensible, veinticuatro años y casi terminando la carrera. Estudiaba todo el día para mantener el promedio y no perder la beca, y de esa manera era como había llegado a término a completar cada año. Thiago miró el departamento a su alrededor. A pesar del desorden, tenía dos ambientes, amplio, ubicado en la esquina del edificio, lo que hacía que estuviera bordeado por un balcón al cual se accedía por una puerta ventana, los muebles eran de calidad, madera de roble, sillón de pana, la cocina estaba equipada con heladera con freezer y microondas. Para coronar, estaba en una zona cara de la ciudad. No tenía sentido que viviera en un lugar así teniendo una beca. Volvió a mirar a Franco intrigado, “¿Este departamento también lo pagás con la beca?”
Franco negó con la cabeza, terminaba de masticar un sorrentino, “No, este departamento es mío, me lo heredó mi abuela”. Notó la mirada de desconcierto de Thiago, así que siguió contando, “Desde que tenía como 16 años, más o menos, ya tenía decidido que iba a estudiar Psicología” Se incorporó y se dirigió a la cocina a buscar agua, se estaba empezando a atragantar con los sorrentinos. Cuando llegó al aparador, tomó dos tazas, las llenó con agua de la canilla y volvió a la mesa, alcanzándole una de las tazas. “Perdón, se me rompieron todos los vasos, así que sólo me quedan tazas... dos tazas, para ser precisos.”
Thiago largó una risita, alguna vez le había pasado algo similar, pero no porque se le hubieran roto los vasos, sino porque lo único que tenía eran tazas.
Franco siguió contando, “¿Qué decía?... Ah, sí... Yo tenía decidido estudiar Psicología, pero mis viejos siempre estuvieron en contra. Los dos son abogados y consideran que esa carrera no sirve para nada, así que intentaban hacerme cambiar de parecer a toda costa para que estudiara Abogacía, pero ya me había decidido y estaba fijado con eso. Mis viejos están divorciados, así que cada uno me martillaba la cabeza por su lado.” Tomó un largo trago de agua hasta casi vaciar la taza. “Mi abuela siempre me apoyó y trataba de que aflojaran, pero no hubo caso. Así que cuando cumplí dieciocho años, me llevó a un escribano y me hizo el traspaso de este departamento a mi nombre. Me dijo que yo tenía que seguir lo que me decía mi corazón y que no tenía dudas, que si me lo proponía, iba a poder estudiar lo que quería.” Volvió a pinchar uno de los pocos sorrentinos que le quedaban en el plato y se lo mandó a la boca.
“Es una grosa tu abuela”, comentó Thiago, masticando despacio un sorrentino. La familia no era uno de sus puntos fuertes.
Franco miró el fondo de la taza, “A los dos meses murió de un infarto.”
“Lo... siento...”, balbuceó boquiabierto.
“Parece que sabía que no le quedaba mucho tiempo y esa fue la única forma que encontró para ayudarme, porque una vez que ella no estuviera, entre mi vieja y mi tío se iban a sacar los ojos por la herencia”, dijo Franco tomando el fondo de agua de la taza.
Thiago volvió a mirar alrededor. Eso tenía más sentido, principalmente porque el departamento no tenía características particulares, ni fotos, ni cuadros. Muebles y electrodomésticos, una propiedad lista para poner en alquiler, “¿Y tus viejos siguen sin apoyarte en la carrera?”
Franco se tiró para atrás en la silla, acercando con un pie la mesa ratona y cruzando ambas piernas sobre ella. “Exacto. Casi se caen de culo cuando se enteraron que una de las propiedades de la herencia era mía.”, dijo señalando alrededor, “Pero gracias a mi abuela y a este departamento, tuve la posibilidad de venir a estudiar lo que me gusta, aunque me cague de hambre con una beca.”, finalizó sonriendo, estirándose en la silla. “Igual”, continuó Franco, “Dos o tres veces al año me pagan los pasajes a Pinamar para que vaya a visitarlos, me pagan la factura del celular, estamos comunicados por mensajes, o los llamo para los cumpleaños... pero nada mas. No me preguntan por la carrera, entonces yo tampoco les cuento nada. Bueno, por lo menos lograron lo que querían con mi hermana menor, ella estudia Abogacía”. Se pasó la mano por el abdomen y sonrió como gato satisfecho con la comida, “Aaaah, estaban muy buenos los sorrentinos, ¿los hiciste vos?”
Thiago miró el plato, aún quedaba la mitad, pero no tenía más hambre. “Sí, los sorrentinos los arme yo, la masa y el relleno, pero la cocción y la salsa son del chef. Hoy debo haber armado como cincuenta docenas de sorrentinos.”, dijo apartando el plato. Luego de comer siempre venía el cansancio, producto de tanto ajetreo durante el día.
Escudriñó sus facciones detenidamente, se notaba que estaba agotado e igual se había desviado de su camino para traerle la comida. Ese pensamiento le provocó cierta ternura. “Pensé que también cocinabas en el restaurante.”
“No, somos dos ayudantes segundos de cocina, el otro es un amigo que estudia conmigo en el Instituto”, dijo Thiago recostándose sobre la silla. “Pero los ayudantes primeros se van en tres meses a abrir su propio restaurante, así que nos ascienden a los dos a ese cargo”. Se pasó la mano por el pelo hasta la nuca, masajeándose el cuello. “Y para ese momento habré ahorrado lo suficiente para dejar el laburo en el boliche y pagar el Instituto hasta fin de año. Las trasnochadas es lo que más me cansan, me acuesto como a las siete u ocho de la mañana y los jueves que hacen fiestas especiales tengo que ir directo a clases. Me está matando ese ritmo.”
“Ah, ¿dejás el laburo en el boliche?”, preguntó intrigado, por primera vez hablaba del boliche por su propia voluntad, no pensaba desaprovechar esa oportunidad. Era la charla más larga que habían mantenido, las conversaciones en la escalera sólo duraban los cinco minutos del descanso.
Thiago empezó a rebuscar en los bolsillos de su jean. “Sí, es el único motivo por el que laburo ahí, para pagarme el Instituto. Con el trabajo del restaurante gano suficiente para vivir, pagar el alquiler, comer. Pero no me alcanza para pagar la cuota y los materiales que tengo que comprar, así que... por eso laburo en el boliche.”, finalmente encontró el paquete de cigarrillos junto con el encendedor. “¿Puedo?”

Lo observó entre el humo de la primera bocanada, “Sí, en realidad es lo único que se hacer, cocinar”, ante la mirada curiosa de Franco, prosiguió contando, “Mis papás tenían una rotisería y toda la familia ayudaba en la cocina, así que aprendí a cocinar mirándolos a ellos.”
“Dos hermanos. Mi hermano mayor, Alex, es seis años más grande, y... Joaco, es tres años mayor que yo.”, contestó con tono grave, mordisqueando sus labios.
No pasó desapercibido a sus oídos la pausa al mencionar a sus hermanos, el tono monótono con el que contestó su pregunta sonaba como una frase grabada a fuerza de repetición. Tragó saliva pesadamente, sintiendo como raspaba su garganta. Simples palabras, esos pocos minutos de conversación habían sido suficientes para elucubrar una teoría que esperaba no fuera acertada. Decidió cambiar de tema para no incomodarlo aún más, “Con razón cocinás tan rico, tenés años de cocina encima. Yo no paso de preparar un paquete de fideos secos.”, bromeó con una sonrisa amable.
“Sí, me gusta. Además, trabajando en el restaurante, aprendí a seleccionar la mercadería... y descubrí que esa parte también me gusta”, asintió dando una larga pitada a su cigarrillo.
“Muy bueno. Es una forma de unir lo que te gusta al trabajo y encaja perfecto con tu personalidad ordenada”, dijo Franco mirando a su alrededor, “Esto... este despelote te debe espantar, ¿no?”, señaló el caos de libros y papeles.
Thiago miró el desorden de reojo, “Más que el despelote, me espanta la mugre que tienen los muebles y el piso”, dijo riéndose.
“Te juro que cuando termina la época de parciales limpio y ordeno todo, ¿eh? Pero cuando empiezo en la maratón de estudio, termina... así... un despelote”, Franco levantó los brazos como si una bomba nuclear hubiera explotado en el medio del departamento.
Se rió ante el gesto, porque es lo que estaba pensando que él haría con toda esa pila de papeles. Una gigante hoguera. “No entiendo como tu novia se banca venir acá con tanta mugre”
“¿Novia?”, preguntó Franco, frunciendo el entrecejo.
“La primera vez que te vi, estabas con tu novia”, aclaró Thiago, recordando el encuentro fortuito en la cola del comedor universitario.
Franco levantó la cabeza, rememorando, “Ah, Celeste...”, su tono denotaba repudio. “La que me cortó diciendo que yo no pensaba en los demás y que no era empático... Que Yo... No soy EMPÁTICO”, dijo esto marcando las últimas palabras mientras se señalaba a si mismo con el dedo. “Si no soy empático, entonces me equivoqué de carrera... ¡¿Qué carajo hago estudiando Psicología si no tengo empatía?! Es como si a vos te dijeran que no sabés condimentar, algo básico”
Thiago largo una carcajada cristalina que resonó en el departamento, doblándose hacia un costado. Ahora entendía porque estaba tan molesto por el comentario de su novia... o ex-novia.
Franco lo miró mientras se rascaba la cabeza despeinándose sus cabellos, era la primera vez que lo veía reír tan abiertamente, “Mirá que me han cortado por distintas razones”, enumeró con los dedos, “Porque soy egocéntrico, porque no les doy suficiente bola, o porque les estoy demasiado encima, porque soy celoso, porque no las llamo, porque soy posesivo, que se yo... pero nunca por falta de empatía”
Thiago se secó las lágrimas de los ojos que le habían saltado a causa de la risotada y pegó otra pitada al cigarrillo, con certeza eso había sido lo mas gracioso que había escuchado en el día. “Bueno, algo habrá pasado que la llevó a decirte eso, seguro que lo pueden arreglar.”, dijo, pensando que él seguramente le perdonaría cualquier cosa por una sonrisa de esos labios rojos que resaltaban sobre su piel tan blanca, o por una mirada dulce de esos gigantes ojos marrones. Seguramente no le faltaban mujeres, con ese sólo gesto desinteresado de pasarse la mano despeinándose su pelo rubio era suficiente para que cayeran unas cuantas.
“Nooo, es una loca de mierda... Ni me gasto”, Franco hizo un ademán con la mano restándole importancia y lo miró mientras fumaba, “¿Y vos? ¿No tenés novia?”, preguntó curioso, conociendo la respuesta, esperando la confirmación a sus sospechas.
Thiago se atragantó mientras largaba el humo del cigarrillo. Al parecer no estaba enterado, así que tuvo que hacer el anuncio. “Ehmmm... No... Soy gay”, declaró mirándolo de reojo, esperando algunas de las reacciones típicas de repulsión o sorpresa, pero nada de eso cruzó por su rostro, así que volvió a relajarse en la silla.
Hizo un gesto como confirmando lo que sospechaba, “Homosexual, heterosexual. Etiquetas.”, se encogió de hombros, “Reformulo la pregunta entonces... ¿tenes novio?”
Rió con alivio. “No, no tengo novio”, dijo negando con la cabeza, “No es que me muera de hambre, tengo alguna que otra... cosita por ahí, pero nada parecido a un novio por el momento”. Volvió a mirarlo de reojo, Franco miraba los platos donde habían comido, con expresión despreocupada, pero podía adivinar la pregunta que cruzaba por su mente. “No te preocupes, no me da por andar atacando cada hetero que me cruzo. De hecho, más bien los evito”, dijo riendo.
Franco lo miró sonriendo, pero intrigado ante la aclaración. Jamás se le hubiera ocurrido pensar que él podía llegar a ser un objetivo. “¿Por? Digo, ¿por qué los evitás?”, preguntó curioso.
“Porque son un dolor de cabeza, y la mayoría sólo... tienen curiosidad de acostarse con otro hombre, siempre se arrepienten y te dejan por una mina”, declaró Thiago demostrando conocimiento de causa.
Era pasada la medianoche cuando Thiago juntó sus cosas y se retiró a su casa a descansar. Lo esperaba otro largo día en el Instituto y el restaurante.
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